lunes, 25 de abril de 2011

El cielo nos debe una semana

Dicen muchos que durante la Semana Santa la ciudad se reencuentra con su propia memoria, con una amalgama de sensaciones y vivencias que forman parte de sus recuerdos y que tiene la oportunidad de volver a experimentar de nuevo. Sin embargo, esta vez, la cosa se quedó a medias, puesto que la lluvia se encargó de mostrarnos una cara desconocida de esta fiesta, que, tras más de un año de cuenta atrás, se disfrazó de espera y no siguió los cánones establecidos, pasando ante nuestros ojos de una manera tan rápida y tímida que ni siquiera hubo lugar a la nostalgia, pero sí a una desolación que ni siquiera sabíamos que podía existir.

Y eso que todo comenzó de la mejor manera posible, con un Viernes de Dolores espléndido con el sol y el calor como protagonistas. Con ellos de testigos, vimos los primeros nazarenos del año en Pino Montano, Heliópolis y Padre Pío-Palmete, el Getsemaní se instaló un año más en Bellavista, el clasicismo se hizo cofradía con La Corona, Triana estrenó esparto y ruán negro con Pasión y Muerte, disfrutamos de la consolidación del Señor de la Humillación en las Vísperas y el debut en estas fechas del Cristo de las Lágrimas de Pío XII. Todo salía a pedir de boca, como también sucedió el Sábado de Pasión entre las filas de túnicas y capirotes que se pasearon por Torreblanca y Alcosa, así como también con una Milagrosa que dejó sin San Juan en su palio a la Virgen del Rosario.

Con este panorama amaneció un radiante Domingo de Ramos que comenzó oficialmente a eso de las 13.00 horas con la salida de la cruz de guía de La Paz y que siempre estuvo con el mercurio por encima de los 30 grados. De este modo, Sevilla relucía más que el propio sol, reencontrándose con la primavera por todo lo alto, inaugurándolo como sólo sabe hacer: con un nazarenito blanco con la cruz de Santiago en su pecho y dando paso a una Borriquita que nos anunciaba que la espera, por fin, había terminado. Después, los cambios del misterio de Jesús Despojado, la nueva imagen del misterio de La Cena con candelabros, el sabor a barrio de La Hiniesta, el aroma añejo de San Roque, los reflejos trianeros de La Estrella, el Silencio Blanco de La Amargura y el teñido de negro del Señor del Amor nos regalaron un estreno de la Semana Santa ideal, con el que muchos dimos por bien empleado el tiempo que llevábamos contando los días para ver nuestro sueño hecho realidad.

Pero las cosas comenzaron a torcerse justo a la mañana siguiente, y bien temprano. Poco antes del mediodía, los hermanos de San Pablo miraron al cielo y vieron que no había ni rastro del sol y que, incluso, los pronósticos meteorológicos no descartaban que pudiese haber agua. Por este motivo, y con la tromba que les cayó el año anterior a la altura de San Benito, la junta de gobierno decidió no arriesgarse y la cofradía se quedó en casa. Era la primera baja de una lista que, por momentos, pareció estar a punto de engrosar Santa Genoveva, que pidió una demora de media hora para pensar si se ponía en marcha rumbo a la Catedral o no, algo que hizo finalmente abriendo un Lunes Santo en el que El Beso de Judas se lució como nunca por los Jardines de Murillo, en el que nos reencontramos con la solemnidad de Santa Marta y los izquierdazos de San Gonzalo, donde la Vera+Cruz volvió a teletransportarnos a otro tiempo, donde el palio de la Virgen de los Dolores de Las Penas brilló mejor que cuando era nuevo, pero en el que, sobre todo, y salvo un anecdótico chubasco, las únicas Aguas que se vieron fueron las de un Cristo que sale de la calle Dos de Mayo y las de una Virgen que que mira al cielo en el palio del Museo.

Quizás esta última supiese qué iba a pasar el Martes Santo, donde la situación iba a dar un cambio radical. No tanto en el inicio del día, que fue casi idéntico al anterior aunque con El Cerro como protagonista, sino, sobre todo, en su desarrollo. Sobre todo porque la lluvia sí hizo acto de presencia según fue avanzando el reloj, haciendo que San Esteban, Los Estudiantes y Santa Cruz suspendieran su salida sin esperar que la cosa cambiase. Sí se dieron algo de algo de margen en Omnium Sanctorum, donde Los Javieres incluso llegaron a decidir ponerse en la calle, aunque el fuerte aguacero que caía cuando abrieron las puertas de la parroquia se encargó de destrozar las ilusiones de sus hermanos. Probablemente, esto también fue decisivo para que San Benito y La Candelaria desistiesen, con lo que todas las miradas se centraron en San Lorenzo.

Allí La Bofetá tenía margen para volver a hacer la hombrada de 2003 y ser la única en llegar a la Carrera Oficial. De hecho, los pronósticos, en principio, estaban de su lado y había margen para conseguirlo. Tanto es así, que la cofradía decidió probar fortuna, aunque nada salió como esperaban. Pronto comenzó a chispear y pese a que la corporación, que ya tenía el misterio en la calle, intentó seguir adelante, el líquido elemento pudo más y le obligó a volver sobre sus propios pasos, dejando en el camino el cortejo roto y empapado. Fue el peor epílogo posible a la primera hoja del programa de mano que se quedó sin usar.

Sí que pudimos utilizar, y de qué manera, la del Miércoles Santo, en el que La Sed cambió la dinámica poniendo rumbo hacia la Catedral con un cielo tan plomizo como inofensivo. Su ejemplo fue seguido por el kilométrico reguero de nazarenos de San Bernardo, lo que despejó cualquier tipo de duda en el resto: el día estaba salvado y tocaba disfrutarlo. Así, El Carmen volvió a demostrar que sigue aprendiendo a pasos agigantados, nos sorprendimos gratamente con la nueva apariencia de la Virgen del Buen Fin de La Lanzada, de cómo los franciscanos visten túnicas y capirotes en El Buen Fin, de que el palio de la Caridad del Baratillo ha sabido pulir errores anteriores, viajamos a tiempos en los que sonaba la banda de la Guardia Civil en la ciudad con los sones de Esencia en su debut tras Las Siete Palabras, vimos que un Cristo de Burgos puede derrochar sevillanía por la zona de la Alfalfa y que la geometría en Los Panaderos no se acogen a más Regla que la que procesiona tras una candelería en aspa y que tiene el privilegio de cerrar la primera parte de la Semana Santa.

Pero, a partir de ahí, el reencuentro con el recuerdo dio paso a la peor de las pesadillas. La lluvia volvió a hacer acto de presencia y se cargó de un plumazo toda la 'Triada Sacra', empezando por un Jueves Santo cuya única referencia cofrade en las calles fue el desfile de los Armaos de la Macarena, que vieron como los flashes además de reflejarse en sus corazas lo hacían en un sinfín de charcos diseminados por el suelo. Con ello, nos quedamos por segundo año consecutivo sin ver a la Virgen de la Merced de Pasión con música y con las ganas de ver cómo resultaba la permuta entre Montesión y La Exaltación, así como el debut de las nazarenas en La Quinta Angustia. Aunque todavía, por desgracia, quedaba muchísimo más.

Los chubascos obligaron a Sevilla a convertirse en republicana y regresar al año 1933, haciendo que tuviésemos que renunciar a una Madrugá en la que no vimos nazarenos por las calles, pero sí caer agua a caños. Nunca hubo opción de que saliera alguna cofradía, por más que Triana se ilusionase con la llegada de sus bandas o porque nos encomendásemos al Señor del Gran Poder o a cualquiera de las dos Esperanzas. Todo acabó al filo de las tres de la mañana, dejándonos con una pregunta taladrándonos la mente: ¿qué hacemos ahora?

Y no encontramos la respuesta, ni durante el sueño más amargo de cuantos hemos vivido los cofrades en muchísimo tiempo, ni en la tarde del Viernes Santo, en la que de nuevo los aguaceros se encargaron de destrozar todas nuestras ilusiones. Una a una, todas las corporaciones volvieron a decir que 'no' a su estación de penitencia, mientras los paraguas campaban a sus anchas por las aceras y la radio se convertía en un compañero indispensable para unos días que pensábamos vivir de la mejor manera posible y que, desgraciadamente, se convirtieron en una lenta agonía.

Aunque el enfermo pareció mejorar el Sábado Santo, cuando, paradojas del destino, El Sol decidió desafiar a los elementos y ponerse en la calle para llegar a la Carrera Oficial por segunda vez en su historia. Poco importó que meteorología anunciase un 80 por ciento de posibilidades de que lloviese. Los nazarenos de ruan blanco del Plantinar pusieron rumbo al corazón de la ciudad llenando de ilusión a todos, incluso en María Auxiliadora, donde La Trinidad no lo veía tan claro. De hecho, contagiados por la osadía de su compañera de jornada decidieron hacer lo mismo recortando el recorrido, sabiendo que, por el contrario, Los Servitas no iban a hacer verdad eso de que "no hay dos sin tres". No obstante, una vez más, nuestro gozo en un pozo.

El cielo se derramó sobre nuestras cabezas y obligó a la cofradía salesiana a dar marcha atrás cuando el Decreto apenas había cruzado el dintel de la puerta de la iglesia, y a los de San Diego de Alcalá a refugiarse en la Catedral. De nuevo, la misma espera, la tensión de no saber qué iba a pasar. Poco a poco las cosas se fueron clarificando. Los chubascos hicieron que El Santo Entierro y La Soledad decidieran quedarse en casa y que El Sol esperase una clarita para volver al Plantinar, algo que pudo hacer alrededor de las 21.00 horas, cuando toda Sevilla, incluso los que tanto renegaron de esta hermandad hace un año, se volcó con ella para disfrutar de un ambiente que apenas ha podido paladear con normalidad.

Afortunadamente, la meteorología no impidió que La Resurrección pudiese poner el broche de oro a una Semana Santa para olvidar, pero que pareció menos mala junto al misterio que da sentido a la Fe y al ritmo que marcaban las bambalinas del palio de la Virgen de la Aurora, que, de nuevo, puso fin a todo a los sones de Amargura mientras cruzaba la ojiva de Santa Marina. Así, reactivaba de nuevo la espera, aunque no acompañándola de una nostalgia que nos suele embriagar y traicionar cuando emprendemos el camino de vuelta, sino de una desolación casi absoluta.

Porque los días grandes se van sin que 33 de las 60 hermandades de la nómina oficial hayan hecho estación de penitencia, dejando el programa de mano prácticamente sin usar, con cuatro jornadas y media en blanco. Por tanto, la lluvia, que como siempre se ha marchado sin pagar, tiene una deuda pendiente con nosotros que esperamos cobrarnos a partir del 1 de abril del próximo año, cuando todo vuelva a empezar. Y es que el cielo, ese que queremos ver pasear por nuestras calles durante nueve días cada primavera, nos debe una semana, pero no una cualquiera, sino la única que esperamos que pase de estar en el calendario a convertirse en la más bella realidad.

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