domingo, 24 de abril de 2011

La espera resucita

Ahora sí: se nos va la Semana Santa 2011. Y empezará a decirnos adiós bien temprano, entre filas de nazarenos blancos de capa con un escudo lasaliano en el pecho que seguirán a la última cruz de guía, que aparecerá a eso de las 4.30 horas por la ojiva de Santa Marina. Será la de La Resurrección, que Sevilla la entiende tal y como salió de la mente de Francisco Buiza, con un Señor que asciende al cielo al modo en el que lo hace el incienso ante la canastilla de su paso, y con un ángel como único testigo. Aunque eso sólo sobre la parihuela, por que abajo no le faltará público ni fieles para acompañarlo, en un recorrido que cada año es seguido por más gente, aunque el consejo no mantenga en su sitio las sillas y palcos de la Carrera Oficial.

Detrás, sin lágrimas por su rostro quizás para no querer tentar a una lluvia que sigue sin enterarse que en la ciudad no tiene cabida durante los días grandes, irá la Virgen de la Aurora, esa que en su palio azul será la encargada de despedir definitivamente esta fiesta. Lo hará poco antes de la hora del almuerzo y a los sones de Amargura, volviendo a casa y poniendo fin a la estación de penitencia de una hermandad cuya iconografía es la que da sentido a la fe sobre la que se asienta esta celebración y que, además de ello, sintentiza a la perfección lo que ocurrirá nada más que entre.

Sí, porque esta cofradía, la de La Resurrección, será también la encargada de reactivar la espera, ese estado natural de todo capillita que comenzará en cuanto se cierre de nuevo la puerta de Santa Marina y que tendrá como punto final de su recorrido una fecha de la que nos separan 343 días: el 1 de abril de 2012, Domingo de Ramos. Será entonces cuando la melancolía, esa que verá perderse en la sombra los últimos brillos de los candelabros de cola de la Virgen de la Aurora, se marche de vacaciones y nos deje disfrutar, siempre y cuando el tiempo no diga lo contrario, de una semana en la que cada año se nos va la vida. Por eso, hoy casi se podría decir que morimos un poco, en nuestra faceta de espectador activo de un espectáculo único y que sólo tiene lugar por primavera, mientras resucita nuestro peor castigo: una espera sin la que ni seríamos nosotros ni el resto del año tendría sentido.

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