Existen puntos en los que la vida parece llamarse Pilatos y termina lavándose las manos con independencia de quien sea el reo, en los que la calle de la Amargura parece un vergel comparado con lo que se puede sufrir sin moverse jamás del mismo sitio. Lugares donde toda la devoción del mundo cabe en una simple estampa, donde no se necesitan palios para ver a la Virgen, donde a veces Dios, al mirar a quien tiene delante y su situación, no puede más que volver la cara. Verdaderos pasos de Cristo sin canastos ni romanos, pero con escenas en la que cualquier tortura parece un juego de niños a su lado. Lugares en los que por la ventana puede verse sin problema el cielo, pero que son peores que el mismísimo infierno, donde la impotencia campa a sus anchas y la vida parece negar tantas veces que uno termina por perder la cuenta.
Son, en definitiva, las habitaciones de hospital, donde lo divino, en muchas ocasiones, parece olvidarse de lo humano, donde cada día suena Requiem sin cornetas ni tambores y en las que multitud de veces reciben el ritmo monocorde de una máquina como la mejor banda sonora posible. Sitios donde los ángeles visten de blanco y no llevan alas, en los que el silencio no lo quiebran saetas, sino llantos, donde la vida y la muerte se dan la mano. Lugares donde el hombre, como Cristo en la cruz, se llega a preguntar por qué el Padre lo ha abandonado...
Ahí, y no en otro lugar, es donde está la verdadera pasión. Ésa que no necesita pasos para mostrarse y casi nadie quiere ver. La que no vive tras el fin en la Resurrección, sino en el recuerdo.
Dedicado a Alejo Pozo.
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